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Poesía y forma

A riesgo de recibir la etiqueta de reaccionario, he decidido escribir, en esta época en que una buena parte del establishment literario sigue medio embrujado con la desconstrucción y su cultura de grandes transgresiones, una modesta defensa de la poesía formal. Admito desde el inicio que no soy la persona idónea para ello: mi profesión son las matemáticas, no la literatura, y pese a que tengo una cultivada inclinación por el rigor y la argumentación, las polémicas literarias me parecen particularmente inconsecuentes. Sin embargo, los argumentos en contra de la poesía formal que he ido leyendo desde el margen son tan desconcertantes que me dieron ganas de aportar una perspectiva distinta.

Como la poesía está en flujo permanente, dar con una buena definición de poesía es complicado, pero no es conveniente hilvanar argumentos sin un módico de fundamentos conceptuales, así que –sin ánimo de trazar fronteras exclusivas– haré dos observaciones generales sobre la poesía. La primera es que si bien, como argumenta Stanley Fish, la unidad analítica de la escritura (en prosa) es la oración, en los poemas las unidades naturales de análisis son las líneas, así no sean oraciones. El poeta se diferencia del prosista en que al prosista no le importa qué palabra aparezca de último en cada línea de su texto, en tanto que para el poeta ese es un asunto fundamental. Al lector que interponga la objeción de que hay poemas en prosa no puedo sino darle la razón. En un poema en prosa, la unidad analítica no es la línea, pero puede no serlo tampoco la oración. (Habría que pensar más acerca de eso). Para los fines de esta nota, sin embargo, los poemas en prosa son un lastre analítico, así que, sin dejos de mala fe, los excluyo sin mayor pérdida de generalidad.

La segunda observación es que los poetas tienen a su disposición una cantidad de recursos que no suelen tener la misma importancia en la construcción de la prosa: la aliteración, el metro, la rima, el encabalgamiento, la forma, y todas ellas forman parte de lo que yo llamaré la estructura del poema, íntimamente ligada ésta, naturalmente, a la disposición de los quiebres de línea a lo largo del poema. Aún en el caso de los poetas indiferentes u opuestos a las convenciones métricas tradicionales o a las formas clásicas, la aliteración, el metro (o lo que algunos de los poetas del verso libre llamarían «el ritmo»), la rima, el encabalgamiento y la forma son recursos de uso discernido. Hay quienes no utilizan estos recursos (y quienes no lo hacen conscientemente), pero no por ello dejan de ser aspectos estructurales de todos los poemas. Aunque uno escriba sin atención al metro, el poema tendrá ciertas cadencias (regulares o no), y la celeridad con que aparezcan los quiebres de línea afectará la lectura en voz alta del poema. Y aunque un poeta se crea el enemigo número uno de la forma, sus poemas tendrán una cierta apariencia visual sobre la página, una cierta forma.

Para los artesanos de la escritura, hay varias maneras de entender la relación entre el mundo y el lenguaje. Dos de ellas, no necesariamente del todo opuestas, merecen mención: en una el lenguaje está ahí para describir al mundo, y en la otra el lenguaje está estructurado como el mundo, de manera que jugar con el lenguaje es una forma de jugar con el mundo. A falta de mejores etiquetas, al tipo de escritura que procede de acuerdo a la primera actitud lo llamaré escritura lineal, y al que procede de acuerdo a la segunda lo llamaré escritura fractal.

En las matemáticas, un fractal es un objeto algunas de cuyas partes se parecen mucho al todo. En la naturaleza abundan los fractales: las nubes, las cordilleras, las playas, los árboles y hasta los pulmones humanos son fractales. Se puede decir que los fractales son objetos llenos de rimas visuales, resonancias entre distintas partes, signos estructurales que hacen juego con el sentido de la totalidad.

Las definiciones de escritura lineal y fractal son un poco simples (y quizás a la vez oscuras), pero ayudan a poner en evidencia la distancia entre los poetas partidarios de la inspiración (por un lado), y los poetas que se dejan a veces guiar, en el proceso de escritura, por consideraciones estructurales. Mientras los unos respiran al mundo y lo describen en líneas sobre la página, los otros juegan con líneas, metro, rimas y demás recursos estructurales, con el objeto de generar ecos o contrapuntos conceptuales entre contenido y forma.

Si la arquitectura de un poema más bien lineal es susceptible a ser analizada de la misma manera que la de un poema concebido desde una perspectiva más bien fractal, el poema lineal no desvela una relación interesante entre algunas de sus características estructurales y el contenido del mismo: con haber escrito un poema que capture aspectos memorables del mundo con pinceladas precisas, el escritor del poema lineal está contento. (Todos los poetas escribimos poemas más o menos lineales; no estoy trazando fronteras entre poetas, sino entre poemas.) Por el otro lado, el escritor de un poema fractal busca una compresión óptima de resonancias que conecten no sólo a mundo y poema sino también poema y estructura.

El lector se preguntará, naturalmente, a qué tipo de resonancias entre contenido y estructura me estaré refiriendo. Algunos ejemplos:

(1) Un poema sobre la rutina escrito en una forma en la que ciertas líneas se repiten periódicamente; las repeticiones admiten pequeñas variaciones sintácticas, sin embargo, y estas variaciones, en conjunción con algunas frases bien elegidas, sugieren la riqueza combinatoria de la reiteración de los rituales cotidianos.

(2) Un poema escrito en tono dubitativo cuyas últimas dos líneas postulan una única verdad que el narrador defiende a capa y espada, y en el que todas las rimas son perfectas excepto la del pareado final. (He aquí un ejemplo de cómo generar un narrador poco fiable, ¿no?)

(3) Un poema en verso libre que es una lista de asimetrías: comienza con fenómenos cósmicos y poco a poco va reduciendo la amplitud de su lente hasta terminar con alguna imagen memorable sobre desigualdad social en nuestro tiempo.

(4) Un poema sobre la obsesión del narrador con una modelo en el que un par de brevísimos pasajes palindrómicos sugieren la obsesión al mismo tiempo que las frases que los contienen sugieren el vaivén de los ojos que examinan a la modelo. (Esto alude al poema Ode to a Model, de Vladimir Nabokov).

(5) Un poema titulado Viaje a la Semilla (como el cuento de Alejo Carpentier) en el que las estrofas van en orden opuesto al cronológico y el esquema de rimas diagrama justamente ese retorno al origen.

(6) Un poema conceptual sobre genética que una vez codificado en una secuencia de ADN e introducido en una bacteria hace que la bacteria produzca una proteína cuya interpretación en el código es otro poema que tiene la misma propiedad reproductiva. (Esto describe al poema The Xenotext, de Christian Bök).

Es fácil concebir más ejemplos. Para cada tema o motivo es posible encontrar ejes o bisagras estructurales que refuercen la coherencia semántica del poema, o bien pequeñas ranuras estructurales que desvencijen lo que se dice en éste. Pero lejos de constituir una defensa de las formas clásicas, estos ejemplos simplemente reiteran algo que muchos poetas saben de manera intuitiva: que el marco estructural en el que moldean sus líneas puede comunicar algo. (De otra manera, los poetas escribirían sólo poemas en prosa.) Una defensa más robusta del uso de las formas clásicas, o de sus variaciones, requiere atención a la tradición.

Hay muchas maneras de ver a las tradiciones. El filósofo irlandés Edmund Burke miraba a las tradiciones como cuerpos de conocimiento acumulado por generaciones de practicantes. Las tradiciones están siempre sujetas a fuerzas de cambio, diría Burke, pero los mejores cambios son orgánicos: parten de las conversaciones de la tradición. En contraste, están algunos enfoques postmodernos que, lejos de ver a las tradiciones como repositorios epistemológicos, las ven como repositorios ideológicos ligados a las relaciones de poder. Ambos enfoques tienen lo suyo, pero el énfasis postmoderno es epistemológicamente nihilista, mientras que el tradicionalismo de Burke no negaba que la función social de las tradiciones estuviese íntimamente ligada al ejercicio del poder.

En el ámbito de la poesía, las tradiciones satisfacen maravillosamente la descripción de Burke y el conocimiento local que producen es una herramienta sumamente útil en la construcción de poemas con referencias intertextuales (linda palabreja postmoderna, para que vean), ecos del pasado, discretas rupturas y subversiones sutiles. Un soneto, por ejemplo, puede ser muchas cosas, pero sin un giro entre el noveno y duodécimo verso, un soneto rompe las expectativas que triunfaron después de Petrarca y Shakespeare. Es con saludo tácito a Petrarca que Richard Wilbur dijo: «si quieres decir algo en ocho versos y desdecirlo en seis, tienes para un soneto». Pero además de ser una mujer que se viste en los primeros ocho versos y se desviste en los últimos seis, un soneto puede ser Yago, que suspira mesurados consejos al oído en los primeros doce versos y traiciona en los últimos dos. Eso es conocimiento local, claro, y hoy en día no parece que hayan muchos poetas que sepan de qué van los sonetos, ni cuáles son las expectativas de la tradición, pero el hecho es que cuando alguien escribe un soneto, esas expectativas –esas ideas de lo que un soneto supone– informan de manera específica lo que se puede hacer, y a la vez añaden una dimensión más con la cual jugar. No sólo están, entonces, las aliteraciones, el metro, las rimas, los encabalgamientos, sino que también están la tradición, las expectativas, los giros. No quiero decir, por cierto, que un soneto tenga que tener un giro. Pero sí quiero decir que una de las primeras expectativas que un lector de sonetos tiene es la del giro, así que la presencia o ausencia de giro es significativa.

Uno de los argumentos más desconcertantes que he leído en contra del uso de las formas en la poesía contemporánea insiste en que dicho uso codifica una (perniciosa) nostalgia, y que así como las estatuas ecuestres hoy son consideradas anticuadas, el uso de una forma como el soneto es igual de anticuado. A mí un argumento de este tipo me desconcierta por tres razones: primero porque me parece un poco extraño equiparar a una forma abstracta con un tema de composición tan específico como el ecuestre; segundo porque uno podría argumentar, con la misma ligereza, que los poemas sin forma son demasiado preciosos, y que en ello subyace una pretensión conservadora elitista, lo cual sería igual de fácil y torpe; tercero porque, a pesar de la impopularidad de las formas en los reputados círculos de poesía contemporánea, me parece que a la gente común la poesía formal le sigue gustando un poco más de lo que recomendarían los doctores.

Es un hecho que hay ojos y oídos para quienes la forma del soneto inmediatamente apunta a otra época, pero desde la perspectiva fractal, esto potencia al soneto como instrumento poético. Si el soneto es percibido como nostálgico, ¿por qué no escribir un soneto que se burle de la nostalgia? Y si al poeta le parece que el soneto es una camisa de fuerza, ¿por qué no intentar escribir la corona del manicomio? Lo que quiero decir es que cualesquiera sean las expectativas y las asociaciones previas que el pequeño círculo cultural de preferencia tenga para con una forma, el espíritu lúdico abre posibilidades para el uso novedoso o para la pilla transgresión. El poeta ingenioso puede darle buen uso a todas las herramientas a su disposición, toda vez tenga buena disposición, valga la redundancia.

Pero mi defensa de la poesía formal no es un llamado a producir más sonetos o más poemas en otras de las formas clásicas. De hecho, si me preguntaran qué consejo habría que darle a los jóvenes aspirantes de poeta formal, mi respuesta sería un calco de la de Borges: habría que disuadirlos. El punto crucial es que la poesía formal, cuando funciona, busca optimizar la relación entre contenido y estructura, y a mí me parece que la poesía se eleva de las líneas cuando consigue utilizar al máximo los recursos que el poeta tiene. Esa es la lección primordial del prolongado éxito de la poesía formal. Si nos fascina que un soneto gire en la palabra «giro», o que un encabalgamiento dé un sorprendente cambio de ritmo que hace juego con el contenido del poema, sería justo prestarle más atención a la estructura de los poemas. En lugar de dictaminar que la poesía formal está fuera de moda (lo cual es temporalmente cierto, pero mejor no digo qué pienso yo de la moda y de quienes se ocupan de ella porque entonces sí me van a etiquetar como reaccionario), sería bueno reconocer que una de las virtudes más importantes de la poesía formal es su cualidad fractal. Ello provee un punto de partida para otras exploraciones un tanto menos pedestres que las que abundan por ahí.

Cierro con la cita de W. H. Auden que quizás lo diga todo: «la forma busca contenido, y el contenido busca forma».

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